Mi máquina del tiempo

     Después de toda tormenta siempre llega la calma, es completamente cierto, pero eso no significa que dejes de tener miedo o que aquello que provocó la catástrofe abandone tu mente y duela menos. Simplemente caes en un estado de semiconsciencia en el que ni tú mismo logras reconocerte.

     Es entonces cuando te descubres ahí sentada junto a la ventana, con una taza de café (que por cierto, odias) entre las manos, y mientras lo remueves con la cucharilla sólo dejas la vida pasar, incapaz de unirte a su frenético discurrir. Permites que te lleve la corriente sin terminar de unirte a ella, fingiendo tu mejor sonrisa. Entre sorbo y sorbo, te lames heridas o les echas sal pensando en la multitud de opciones que tenías en la mano y cómo hubiera cambiado la historia de haber escogido cualquiera de ellas. Todas esas posibles historias que nunca fueron pero que ahora siempre te parecen mejor de la real, te hacen ver lo sencillo que era todo y lo mucho que lo complicaste. Abres los ojos a la realidad y sólo quieres darte de hostias.

     Tan real como la calma después de la tormenta, es que al final sólo te quedan dos opciones: intentar vivir con ello, aceptando que la cagaste y poniendo todo tu empeño en dejar atrás el pasado, o bien, construir una máquina del tiempo. Y yo confieso que hace mucho que empecé a desmontar relojes, estudiar sus piezas y a dibujarlas ojeando libros de ingeniería.

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