Magulladuras

     Cuando era pequeña recuerdo no haber llorado nunca por una caída mientras jugaba o por estar enferma. Me viene perfectamente a la cabeza como mi padre me decía que aquello no era nada cuando le enseñaba las manos y las rodillas magulladas, quizá pensando en un futuro. Yo solo iba a buscarlo para contarle lo que me pasaba y él me limpiaba las heridas. Y ya está.

     Con el paso de los años, las magulladuras se han perdido y mis heridas ya no se curan con una simple tirita. Mis tropiezos han sido cada vez mayores y en ellos me he ido dejando partes de mí misma en lugar de pequeños rastros de sangre. Supongo que será esta evolución la que ha conseguido que en vez de levantarme y sacudirme el polvo como a los cinco años, ahora me encuentre aquí llorando.

     Creo comprender lo que decía mi padre, aquello no era nada. El dolor físico no es tan difícil de soportar al fin y al cabo. Existen dolores peores que aquellos arañazos, y son esas heridas en el alma, esas que te oprimen el pecho y no te dejan respirar. Es un dolor sordo, constante, y que me lleva a frotarme justo sobre el corazón buscando un alivio desesperada, solo que este no llega tan fácil, al contrario, puede durar días, meses, años, toda una vida. Además, estas siempre dejan cicatriz. Cicatriz que con las palabras adecuadas puede volver a abrirse y dejar correr la sangre a borbotones. Desde luego, después de estas nuevas caídas ya no vuelves a ser la misma persona, tu vida no cambia pero sí tu percepción de ella y todo se vuelve más gris.

     Que razón tenías papá, ojalá pudieras curar también estas heridas, y quién me iba a decir que existía mayor traición que aquel falso "no te muevas, que esto no escuece".


19/8/17

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